miércoles, 20 de junio de 2012

Dakar (SB09)



La llegada al hotel, tras el susto proporcionado por el taxista que me ha depositado en uno distinto al que le indiqué, pero sólo a dos calles, contribuye al inicio del relax. El día ha sido tenso. Muy distinto a los que al volante del Mitsubishi, y detrás de Fran, me han conducido por 4.000 km de carreteras africanas. En cualquier caso, la experiencia de los transportes colectivos es insustituible para quien quiera ver la realidad del continente. Tras un rato de piscina, ya anochecido, me decido a salir en busca de un restaurante que mi guía lonely planet asegura que está muy bien. No parece que esté demasiado lejos. Me decido a probar la seguridad del centro de Dakar. Sin ningún suspense, no hay nada que añadir a ese capítulo.
Sin embargo, en menos de cuatrocientos metros por la calle presidente Lamine, antes de alcanzar la avenida Pompidou, ya percibo una nota común al centro de Dakar: Los innumerables sin techo acampados de forma parece que permanente en las aceras. No hay mucha iluminación y a las puertas de una mezquita el rezo continúa para los que no caben dentro. Son más de las ocho y media y la oscuridad absoluta de la hora y la latitud queda muy poco neutralizada por la escasa iluminación. Otros cuatrocientos metros por Pompidou me revelan una enorme animación y la posibilidad de comprar casi todo lo que se nos pueda ocurrir. Unos doscientos metros más, ahora por la rue Vincens, y el restaurante libanés es tan espléndido como aseguraba la guía. Vuelvo al hotel siguiendo la misma ruta. Son las diez y media, hay menos animación en las calles pero la misma  la misma falta de iluminación. 
 Tras comprobar que el precio de la habitación no incluye el desayuno y que el buffet del hotel, que veo tras el baño mañanero en la piscina, tampoco parece muy atractivo, salgo a desayunar a una pastelería francesa que me ha parecido muy atractiva la víspera. Si algún día hay una revolución en Dakar podría empezar a la puerta de la Royaltine. Son los dos mundos enfrentados a través de una vidriera y un guarda de seguridad. El aire acondicionado, los alimentos impresionantes, el orden y la limpieza a un lado, al otro lo contrario.
 He madrugado. Camino hacia el puerto. El día es muy luminoso, la mañana relativamente fresca. Tomo el ferry de las 10 para la isla de Gorée. En la plaza de la Independencia ya me he tenido que emplear con alguna energía para que un presunto guía busque por otra parte para ofrecer sus servicios. Otro más a la puerta de la estación marítima y otro más en el barco. Sin embargo la isla es un oasis en ese aspecto y los artistas parece que lo son de verdad. Es como un trozo de Mediterráneo trasplantado al Atlántico unos cuantos grados de latitud más al sur.
Los recuerdos del mercado de esclavos - encima grabado del museo de la isla demostrando como se transportaban hasta la otra orilla del océano- dan vida actual al turismo. Las vistas son impresionantes y la temperatura se acerca a lo ideal. Paso una mañana deliciosa. Me encuentro más de una vez con los jugadores de un equipo de futbol americano con los que he entablado conversación en la estación marítima de Dakar y en el barco. Recién terminados sus estudios universitarios, los dos primeros años, andan orientando su vida futura. La isla tiene un tamaño muy pequeño. Es, administrativamente, un distrito de Dakar la cual se ve desde cualquier punto. No debe haber mucho más de tres millas de distancia.
 Me desoriento un poco a la vuelta y doy un largo paseo hasta el hotel. He fotografiado a los tiradores de Senegal, el monumento que preside la plaza de la Estación de los ferrocarriles, junto al puerto. Se inaugura ese día una bienal de arte, Dakart, pero no tengo mucho tiempo. Los recuerdos se me van hacia los ancianos catalanes que conocí de recién casado, en 1977, cuando ellos volvían de un exilio de 38 años y los tiradores senegaleses eran sus severos vigilantes en los campos de concentración de las playas del Languedoc.
 Como en la Royaltine, muy tarde, y descanso un rato en el hotel, con nuevo baño en la piscina. Estoy acabando un viaje a África bastante estricto en el presupuesto como un auténtico pijo. Al atardecer paseo por el centro. Doy la vuelta por la cornisa oriental y descubro auténticos vertederos sobre las playas. Llego hasta la plaza de la Independencia. Estoy a punto de caer en lo que todos coinciden que hay que evitar. Un “artista” que me detecta como español, que ha pasado unos años en Alicante, llega a convencerme para que visite su taller que está “ahí mismo”. Se me encienden todas las alarmas cuando pretende, ya abandonada la plaza, entrar por un más que oscuro callejón. Me planto. Me despido y me voy. Corres el riesgo de aparecer como un bobo temeroso pero quizá evitas un riesgo mayor.
 Tomo una caña en la terraza de Le Viking, en la avenida Pompidou. Me relajo. Es un lugar caro o muy caro. 1000 francos CFA equivalen a 1,50€ cifra muy próxima a un jornal en la región. Pero también hay nativos entre la clientela ¿A qué se dedican? Ceno en un restaurante caboverdiano con música de fondo que podía ser celta. África, este rincón occidental, también es eso. Las diferencias culturales heredadas de la colonización. En muy pocos kilómetros existe la posibilidad de entenderse en las tres lenguas europeas más “colonialistas” Vuelvo caminando al hotel. Los indigentes de Dakar por el momento no son peligrosos.

El domingo, mi último día en África por el momento, paseo a primera hora hasta un café que he visto la víspera. Lo que no había visto es el mercadillo enorme que se extiende por los alrededores. Cometo el error de preguntar a un europeo, con aspecto de residente –lleva las baguettes del desayuno bajo el brazo y la prensa del día- por una parada de autobús. Muy rápidamente se acerca otro “artista” con el que quedo para ver su taller más tarde. Me acompaña a la parada… a la que nunca va a llegar el autobús que quiero. Tampoco visitaré su taller. Preguntando directamente a un conductor del DDD (Dakar Dem Dikk) el transporte urbano encuentro la que quiero. Mucho más eficiente y limpio de lo que cabría esperar. Hago un largo recorrido de más de una hora que me acerca a Yoff, veo el aeropuerto que tengo que visitar necesariamente por la tarde y regreso al centro. Vuelvo a comer en la Royaltine y me dispongo a hacer las últimas compras de recuerdos antes de abandonar el hotel que me ha facilitado gratis un late check out, me lo dicen así, en inglés, hasta las seis de la tarde. Leo en un periódico las buenas relaciones del obispo de Dakar con el gobierno de cara a la colaboración de las escuelas católicas en un nuevo calendario escolar, propuesto por el gobierno, aunque el ministro de Educación recalca que la republica senegalesa es laica … En algunos países europeos todavía no hemos llegado a tanto.

Buscando unas camisetas me alcanza el mayor conflicto del viaje. Dos vendedores contiguos llegan, casi, a las manos. De hecho huyo, pero uno me alcanza y fuera de la vista del otro adquiero tres. Ya compraré alguna chuchería más en el aeropuerto. Es la parte más cansada del viaje. La pelea minuto a minuto con quienes creen que cualquier toubab es su  esperanza del día y se aferran, lo entiendo, pero cansa. Lo mismo que el continuo toque de claxon por parte de los taxistas que no quieren entender que a algunos europeos nos guste pasear o tomar el transporte público.
 En el autobús 8, ya camino del aeropuerto me suceden dos cosas notablemente diferentes. Un chico me cede el asiento cosa que nunca me ha ocurrido en ningún lugar del planeta. Cuando va a descender acompañado de un amigo, le ofrezco un bolígrafo. Se le ilumina la cara. Sin palabras. Por otro lado, el cobrador, encerrado en una especie de jaula, y una pasajera de edad mantienen una más que violenta discusión por causa, creo, del cambio que ella recibe. Debe pronunciar algún insulto muy grueso. Están muy a punto de llegar a las manos. Otros viajeros intervienen. Todos toman parte menos yo. Mi wolof de dos palabras me garantiza la neutralidad. Soy el único que no sabe lo que ha ocurrido con exactitud. En el control de equipajes un policía me saluda y me dice que hemos venido en el mismo autobús. Me ha visto hacer una foto al estadio que lleva el nombre del padre de la patria: Leopold Sedar Senghor.

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