El día 14 empecé unos días de vacaciones en Francia. No era
mi primer 14 de julio en Francia. Es un día bastante especial allí. Lo pudimos
comprobar por la noche viendo los fuegos artificiales desde el puente de piedra
de Burdeos. Había algo más este año: Era la víspera de la final de la copa del
mundo de fútbol y la selección nacional tenía por lo menos la mitad de las
opciones para llevarse el título. En alguna entrada reciente ya había apuntado
que tras la eliminación de España, los vecinos eran mis favoritos. Hemos
ganado. Bien.
Guasapeando con mi amiga Patricia, francesa de nacimiento,
colombiana sentimental por consorte y la mayor hispanófila que conozco, nos
hemos preguntado si en probables vidas anteriores podríamos haber sido, cada
uno de nosotros, de la nacionalidad vecina. No sé a ella, pero a mí, la
francofilia declarada, alguna vez me ha costado alguna censura. Y tampoco soy
un incondicional. Dejaba de comprar queso francés cuando allí se producían
incidentes con nuestros camiones cargados de fresas. Debe hacer ya más de
treinta años…
En este viaje, a la velocidad humana que procuran las
bicicletas, he añadido alguna razón a mi afición por el país vecino. No ha sido
la primera vez que me muevo en bici por Francia, pero ha sido la primera vez en
que me he desplazado en ella durante una semana completa. Sin más equipaje que el
que permiten las alforjas. El cuidado del territorio, seguramente algo parecido
a un amor por el territorio, que se aprecia mucho mejor desde una bici que
desde un coche, es un hecho que enamora. Al menos a mí.
Conozco países europeos en los que ese amor por el
territorio es tan evidente o más que en Francia, pero están más lejos. Y después
está lo nuestro: Uno de nuestros mayores desamores es el territorio. Con alguna
excepción, escasa, parece que
disfrutamos con el maltrato al territorio. El turismo masivo, nuestra mayor riqueza desde hace al menos
medio siglo, ha sido uno de los causantes de ese desamor, pero no el único.
La desconexión que procura marchar al extranjero, aunque ese
extranjero esté realmente cerca –El aeropuerto de Burdeos está a la misma
distancia de mi casa que el de Barajas- me
ha dado dos beneficios por lo menos. Me he perdido los detalles de la
guerra civil que han disfrutado o sufrido los populares. El regocijo que
produce que una persona tan autosuficiente como la anterior vicepresidenta del
gobierno sea la perdedora, debe ser compensado con la amenaza de que el partido
más votado en el conjunto del territorio se eche literalmente al monte ideológico.
Y eso no quiere decir que el PP de Rajoy
fuera blando en materia ideológica o económica.
Volviendo al territorio. La candidatura perdedora tenía en
los apoyos locales, alcaldesa y anterior alcalde, los defensores del mayor atentado
al territorio que estamos sufriendo. Muy gratuito además. Las escolleras de la
playa de la Magdalena, una de las pocas que en el Cantábrico está orientada al
sur, son muchas cosas a la vez: Feas, innecesarias, biológicamente agresivas…
pero es que en el plano social son el aglutinante de un movimiento transversal que
puede significar el divorcio definitivo de la mayoría social de esta ciudad con
los populares.
Desconozco como se va a adaptar la estructura regional del
PP, fracturada, y la municipal de la capital, a los nuevos tiempos de Casado. Seguro que encuentran la forma.
Los políticos profesionales tienen la plastilina muy cerca de su ADN. Una incógnita
de cierto tamaño es el futuro de Íñigo
de la Serna, autor ideológico de las escolleras. Lleva dos meses sin parar
de perder. Cualquier cosa que no sea el inicio de una vida profesional alejada
de la política me sorprendería. Aunque decir algo así sea realmente arriesgado.
El otro beneficio ha sido físico. A mi edad, una semana
completa dando pedales, aunque sea por el territorio llano de la Gironde, es
objetivamente sano. Hoy es día de descanso y mañana creo que llega la primera
etapa pirenaica, No he visto este año un solo minuto del Tour de verdad. Espero
empezar mañana.
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