Si hoy no fuera 3 de junio quizá hubiera escrito sobre el
Racing que en pocos días cumple cien años y sigue en el despeñadero. O sobre el
otro ex presidente del gobierno, que desmerece muy poco del que me ocupé la
semana pasada. Son lo que coloquialmente denominamos “figura”, y no en sentido
positivo. Incluso un ex vicepresidente que parece que tiene toneladas de
memoria, interesada, claro. O de lo que puede estar empezando a pasar en
Turquía, o del dato del desempleo que Presidente Mariano anuncia, con su bola
de cristal, que va a ser tremendamente bueno. Pero todo eso va a esperar.
Hoy es 3 de junio y hace cincuenta años que murió el Papa Juan XXIII, el Papa bueno, un apelativo que debería
servir para cualquiera que ostente ese cargo, y que en la medida que lo tiene
otorgado uno, poco sirve a los demás, que no han debido ser tan buenos. Ya a
mitad de los años 20 el cardenal Roncalli
parece que fue acusado de “modernidad”, pecado mortal donde los haya para las
fracciones más intransigentes de la iglesia católica.
Su corto papado, cinco años, la convocatoria e inicio del
concilio Vaticano II, la encíclica pacem
in terris, su talante, hacen de él una figura que llena todo un siglo
con un signo bastante diferente al de sus antecesores y sucesores. Según alguno
de los más serios vaticanólogos, lo mejor que se ha dicho del actual Papa
Francisco es su parecido con Juan XXIII.
La época de su pontificado coincidió con uno de los más
brutales recrudecimientos de la guerra
fría. Solo un ejemplo. El inicio de las sesiones del Vaticano II, octubre
de 1962, se adelantó en pocas horas al estallido de la denominada crisis
de los misiles. La tensión entre los EE.UU y la URSS, con la Cuba de Castro como chispa, alcanzó en ese
otoño una de sus cotas álgidas. El desencuentro del primer presidente católico
de los EE.UU, John Kennedy, con
alguno de los sectores más reaccionarios de su propio partido, las
manipulaciones de sus servicios secretos, FBI y CIA y el fracaso del intento
anticastrista de abril de 1961 en Playa Girón, están, con pocas dudas,
en el núcleo de la conspiración que acabó con la vida del presidente en Dallas,
en noviembre de ese mismo año 1963.
¿Quién tiene interés en este cincuentenario? Casi podría
asegurar que el mayor reside fuera de los muros del catolicismo institucional.
El papado de Juan XXIII, el legado del concilio que él posibilitó y que sus
sucesores no hicieron más que recortar y desvirtuar, probablemente se deben
situar ya como el intento más serio de actualización, de aproximación, de la
iglesia a la sociedad que la rodea, de la que se nutre y a la que se supone que
sirve. Aggiornamento, en italiano, se utilizó durante años como
expresión de lo que Juan XXIII quería lograr con el concilio.
Lombardo de nacimiento, cardenal arzobispo de Venecia antes
de su llegada a la sede romana, próximo a sectores progresistas de la Italia de
postguerra y a los pensadores
progresistas del catolicismo de entreguerras, su posicionamiento claramente
antifranquista, aborrecía que se hubiera dado el término cruzada a nuestra guerra
civil, no hicieron de él un Papa apreciado por las autoridades de la dictadura.
De hecho, en muy buena medida, hay que situar la apertura
eclesial que posibilitó el concilio en las raíces de la multiplicación del
fenómeno de oposición al franquismo. No sólo por la participación en dicha
oposición de sectores provenientes del catolicismo, HOAC, JOC, lo más
fundamental fue la puesta a disposición de una oposición cada vez más
estructurada, de la infraestructura de la propia iglesia. Numerosas huelgas y
manifestaciones antifranquistas se prepararon en los locales parroquiales.
Permaneceré atento todo el día, a ver como conmemora la
jornada monseñor Rouco.
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