Entrada publicada hoy en Aquí Diario Cantabria
Estábamos cambiando el paso, como en un buen aterrizaje, muy suavemente. El lobby energético había repartido cestas de navidad más suculentas que nunca entre los opinadores y éstos cada vez se cortaban menos en sus tertulias y columnas de opinión. Cada vez era menos contestable: fuera de la energía nuclear todo se ponía imposible por caro y progre trasnochado. Hay un video que sitúa al dirigente regional del PP menos notable, Nacho Diego, sacando pecho hace pocas semanas con ocasión de una visita a la central de Garoña en la que actuó entre los teloneros de Mariano Rajoy. No consta que acudiera también el primo de Mariano, su asesor en asuntos de I+D+i y cambio climático.
Ahí andábamos. Con las habituales y cotidianas acusaciones de improvisar dirigidas al gobierno. Alabando a Ángela Merkel, aunque a veces dirija sus riñas a los correligionarios españoles por no estar espabilados en asuntos financieros… Incluso nuestro mediático presidente regional se había mojado, y se ha vuelto a mojar –bueno es él- con el temita de las radiaciones. ¿Energía nuclear? Si, pero en Cantabria no. Que no deja de ser echar un trozo de morro al asunto.
Y hace una semana un enorme seísmo ha sacudido Japón. Y no se sabe todavía el número de víctimas y casi nadie se acuerda del fenómeno natural y los damnificados por su causa, por una terrible razón: una central nuclear y al menos cuatro de sus seis reactores han sido dañados de tal forma que el accidente original ha quedado oculto en la práctica. Ahora la cuestión es saber, a cada minuto, cuál va a ser el tamaño del daño. Cómo si no hubiera sido bastante el seísmo. Si todo esto se contabilizase en el coste de obtención de kilowatios, los de origen nuclear no serían tan baratos como algunos proclaman.
Pero lo más grotesco ha sido ver como en un par de días, abogados, periodistas y otras nobles profesiones, se han reciclado en científicos y tecnólogos nucleares y aquí el que no mida la radiación en micronosequé es que no se come un rosco. Por no hablar del tamaño, que si mayor o menor que la desgracia de Chernobyl. Cierta mudez se ha instalado en el apartado de si hay que mantener abiertas centrales nucleares que ya han agotado su tiempo, que ya tendrían que estar cerradas. El periodo añadido a algunas, ¿ha rebajado nuestra factura eléctrica o ha incrementado el negocio ya de por si grandioso de las compañías de energía?
¿Se dirigirán desde la calle Génova a Merkel para advertirle que improvisa? En un caso como el suyo tampoco es ocioso preguntarse si cambia por contrición (mal intrínseco de la citada energía) o por atrición (próximas citas electorales). La sensación de ridículo ha tenido que invadir a algunos. Sabemos que la capacidad de los políticos para tragarse sapos es equivalente a la de Linda Lovelace tragando otras cosas, pero algún límite o transición tendrá que haber. El escándalo montado en torno al cierre de Garoña, que debería ocurrir este año al cumplir 40 de actividad y que ya tiene dos de propina ¿cómo queda a la luz del accidente de Fukushima y de las decisiones alemanas para las centrales de esa antigüedad?
Sin saber lo que pueda ocurrir hasta que esta columna llegue a sus manos el domingo por la mañana, tampoco sobre si Bengasi ha resistido o la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU ha llegado tarde, tengo la impresión de que Fukushima marcará una frontera clara en la utilización de la energía nuclear. Se tiene que ir abriendo paso una manera distinta de relacionarnos con el planeta. El beneficio económico a corto plazo y para unos pocos, a cualquier coste, tiene que dejar de ser un principio aceptado como parte del sistema. Cambiar el paso.
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