Entrada publicada en Aquí Diario Cantabria hoy domingo 9 de enero
La relación que se establece entre cada sociedad y los consumos de ciertas sustancias es tan variada que tratar de abordarla en el marco de una colaboración periodística de esta naturaleza es completamente inútil. Ciertas bebidas alcohólicas pueden estar al alcance de niños, o lo han estado hasta hace muy poco tiempo en algunas sociedades, la nuestra para no ir más lejos, mientras en otras su consumo se puede equiparar a las acciones designadas como pecado mortal en el catolicismo.
La mala prensa que acompaña a la cocaína en Europa y Norteamérica, donde su consumo se ha convertido en un problema de salud de cierto alcance, no tiene mucho que ver con el prestigio social que la planta, la coca, tiene en las sociedades andinas.
Recientemente, como si se tratase de una excursión facultativa en un circuito turístico, he tenido la ocasión de visitar un laboratorio de coca. Nada que ver con las imágenes distribuidas por la policía de los países occidentales cuando se desarticula una banda de traficantes y se incauta una determinada cantidad de la droga. En España, en Francia, en los Estados Unidos, un laboratorio de coca es un lugar en el que una cantidad de droga se multiplica por cinco, por diez, o más, por adulteración de la materia prima llegada de los países productores.
En uno de aquellos he podido ver como en poco más de hora y media unas hojas verdes, supongo que de coca, eran transformadas en un polvillo blanco apto para el consumo y de una pureza total según el manipulador. Pureza total que incluye el añadido a las hojas de unos catorce productos químicos de distinta naturaleza, gasolina, sosa cáustica, cal, ácidos potentes como el clorhídrico o el sulfúrico, y otros que no recuerdo.
El laboratorio estaba suficientemente camuflado como para que ningún turista lo encuentre sin ayuda. Otra cuestión es si la policía o el ejército de un país productor, mantiene alguna tolerancia con la existencia de estos locales, en donde se sabe que la producción no es importante de cara a su comercio clandestino, del mismo modo que se tolera la pequeña producción para consumo en fresco, sin tratamientos químicos, ya que algunos nativos tienen en la coca, y en sus complejas relaciones con ella, el núcleo de su actividad cotidiana.
El asunto es típico de las dobles morales a las que estamos tan acostumbrados. Un país como Colombia ha podido reducir en diez años a menos de la mitad la superficie cultivada, ha experimentado programas relativamente satisfactorios de cambios de cultivo. Pequeños y medianos propietarios que ahora cultivan café, cultivaban coca hasta hace poco. Otro asunto es la cadena de empleos que el tratamiento de la coca proporcionaba. No es difícil encontrar entre los colombianos de 20 a 30 años proporciones muy elevadas de antiguos empleados en el “gran negocio blanco”
El proceso es complejo, sin duda. Pero la primera etapa no puede ser más simple: se trata de separar las hojas de coca del tallo. Tarea por la que muchachos, niños de hecho, han abandonado la escuela hasta hace muy poco tiempo. Una vez que se pierde ese empleo y no se tiene precisamente una alta cualificación, no es difícil que el siguiente trabajo ya tenga que ver con el manejo de armas …
Aquellos con los que he hablado, que habían ingresado en la tarea a los diez o doce años, que se quedaron sin ese empleo al reducirse el cultivo y que después de pasar por lugares diversos y cada uno más peligroso que el precedente, se han recolocado en trabajos legales y que, incluso, pueden ganar bastante más que el salario mínimo legal, poco más de 200 euros al cambio de noviembre pasado, -muchos colombianos y sobre todo colombianas, trabajan por menos de esa cantidad-, de los otros, de los que habían rascado la coca en su infancia y primera juventud, espero que no olviden nunca la fortuna que han tenido y que se conformen con algún porcentaje del precio que los turistas pagan por la visita.
El precio de la visita, alrededor de doce euros, da derecho a una pequeña “cata”. La hora no me pareció propicia para debutar en la experiencia y mi afirmación de “nunca antes de desayunar” pudo hacer que no se me considerase muy raro. Fui el único del grupo que renunció a su ración.
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