En la entrada anterior afirmaba que el diferencial ucraniano
está al desnudo. Tiene una ventaja para turistas modestos: Los precios son moderados. El transporte público, tranvías, trolebuses y autobuses,
es muy asequible, entre 20 y 25 céntimos de euro un billete sencillo. Un largo
recorrido en taxi, del hotel a la estación de autobuses, seis euros. Y la mejor
comida del viaje, en un local con un punto de sofisticación, el Museo de las
ideas, por menos de 10 euros para dos.
La frontera entre Polonia y Ucrania es pesada, también lo
dije en la entrada anterior. Nivel africano. Más de tres horas de trámites y
dos descensos del autobús, control de pasaportes y aduana… los vehículos
particulares no lo tienen mejor. Y pasos a pie, con imágenes semejantes a
cualquier otro lugar del mundo con diferenciales de precio y de posibilidad de
conseguir bienes de consumo muy dispares a cada lado de la frontera.
Las autopistas polacas, relucientes, marcan otro contraste
más que notable. Y Cracovia como meta. Katowice en este viaje no ha sido más
que un aeropuerto instrumental. Silesia, carbón y los intentos por
diversificar. Cracovia, a pesar de contar con muchos visitantes,
fundamentalmente en fin de semana, no tiene la posibilidad de agobiarnos como en
Budapest. Las temperaturas más frescas ayudaron mucho. Y alguna actividad de
esas que nunca harán los turistas que se quedan en la ciudad vieja.
Nowa Hutta, representando el urbanismo que quiso servir al
hombre nuevo que resultó que no era tan nuevo. En un domingo por la mañana, con
buen tiempo, los habitantes más modestos, quienes no han podido alejarse de sus
domicilios, pasean por el barrio. Helados y cervezas. Y el postsocialismo real,
capitalismo desenfrenado, que ha llenado de sucursales bancarias los soportales
de la plaza mayor. Los tranvías comunican el barrio con el centro en menos de
20 minutos. La amplitud de las calles, los espacios libres, envidiables.
Nuestro sistema totalitario no tuvo esas debilidades.
Un paseo de un poco más de una hora nos lleva el lunes al
montículo Kosciuszko. Todo el turismo es doméstico y las vistas de Cracovia
y alrededores espectaculares. Probablemente el recuerdo del héroe de la guerra
contra Prusia se hubiera diluido de no haber sido por su colaboración con los
rebeldes norteamericanos de George Washington.
El reverso, la factoría de Schindler, el del film de Spielberg.
El domingo al mediodía no se podía acceder. Habían tenido que cerrar por exceso
de visitas. El director de cine ha puesto Cracovia en el mapa de destinos turísticos
más que todo su rico patrimonio arquitectónico. Tanto el ghetto como el barrio
judío mantienen vivo el recuerdo del dolor vivido en el marco de la segunda
guerra mundial. En proporción a su población, la pérdida demográfica neta de
Polonia como consecuencia de la invasión nazi, es la más relevante de todos los
países implicados.
En pleno centro histórico se mantienen algunas de las cantinas
(bares de leche) del antiguo régimen. En el Pod Temida, el menú es escueto pero
digno y muy barato, 44 zlotys para dos. Unos 10€. Sociología para visitantes
inquietos. No es fácil entenderse si en polaco solo sabemos decir gracias. Y
hay que guardar la mesa antes de coger la comida si no se quiere pasear la bandeja
por tres salas diferentes…Por cierto, salvo el húngaro que es sabido que es muy
singular, los otros tres idiomas de este
viaje, al menos en esa palabra que tantas puertas abre, se dice de manera muy
parecida: Dakujem, en eslovaco, dyakuyu en ucraniano y dziękuję en polaco. Eso,
gracias si habéis llegado hasta aquí. Esta semana se cumple el cincuentenario de la primera pisada humana en la Luna. No parece que los viajes masivos al satélite terrestre estén a punto. Así, Europa oriental sigue siendo, de momento, bastante diferente.
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