En el telediario del mediodía he visto imágenes del lunes de
carnaval en Santa Cruz de la Palma. Menos mal. Una huelga de Iberia y un
partido del Racing en cuartos de final de la Copa frente al Real Madrid, me
ayudan para determinar que eso fue en 1999. Dos parejas de amigos pasamos en
esa isla bonita estas fiestas. El día grande allí es el lunes. Humor, polvos de
talco, o harina, vestidos y trajes blancos o claros, música y falsos dólares
que se escapan de las maletas. Es la vuelta de los indianos, enriquecidos como
debe ser. Todo lo demás, lo que no tiene relación con el carnaval está mal, o con
mi mejor esfuerzo, regular.
Siguen muriendo refugiados en el Egeo o en Canarias y
quienes no alcanzan esa categoría mueren, por ejemplo, en Siria. Y en más
lugares. La posibilidad de contar con un gobierno en un plazo relativamente
corto puede parecer más cercana que hace una semana pero mi edad me impide
ningún optimismo en ese tema. Los postureos
diversos se pueden imponer a las necesidades reales de la población. La fiesta
del carnaval no empezó con muy buen pie en la capital del reino.
Desde hace meses, alrededor de medio año, la impresión de
que todo lo que ocurre en la política municipal de Madrid tiene un amplificador
muy poco objetivo me tiene preocupado. Noticias del tipo “la alcaldesa se come
un niño crudo” pueden empezar a ser creíbles para sectores numerosos. Eso en un
país que se ha pasado un siglo quemando conventos es peligroso. No quiero
imitar a Gila pero aquí alguien está
jugando con fuego.
He debido llenar ya media página y hoy quería comentar el
aniversario que llega la semana próxima. El 15 de febrero de 1941, hace 75 años
menos una semana, una parte notable del centro histórico de esta ciudad quedó
arrasado por un incendio. Unas circunstancias parecidas a las de muchos días de
febrero de cualquier año: Fuerte viento del sur, valores de huracán aquella
noche, recuerdo escuchar a mi padre el término ciclón para lo que ocurrió,
unido a fuegos de leña y carbón en los hogares y estructuras de madera en la
inmensa mayoría de los edificios, todo junto en alianza fatídica fue la
contribución a que lo que aquí como en tantos lugares del continente se había
ido acumulando a lo largo de siglos, desapareciera en horas.
No era un tiempo fácil. La guerra civil había terminado
escasamente dos años antes. A mis padres y a un hermano de mi padre les había
dado tiempo a casarse. Mi hermano mayor y una prima nacieron en esos días. Mi
hermano 48 horas antes y mi prima el mismo día del incendio. Ellos evidentemente
no lo recuerdan pero el primer contacto que tuvieron con personas ajenas a la
familia fue con los bomberos que los pusieron a salvo a todos. No eran tiempos
fáciles en el resto de Europa. La Luftwaffe hacía meses que bombardeaba Gran
Bretaña y el Afrika Korps se estrenaba
en Libia ante el peligro que suponía dejar aquel frente en manos de los
italianos.
Después llegó la reconstrucción. De alguna manera hay que
denominar lo que ocurrió aunque técnicamente el vocablo no se ajuste. La ciudad
cambió. Miles de familias fueron expulsadas del centro. Nadie había escuchado
por aquí el término que hoy está de moda entre especialistas en urbanismo,
especuladores y víctimas de: La gentrificación
tuvo en el Santander de hace 75 años el ejemplo más acabado de todos los que se
habían conocido hasta entonces y seguramente de todos los ocurridos después.
El sistema totalitario y la escasez de medios materiales
impusieron una larguísima agonía urbana. Muchos santanderinos, nacidos incluso
diez años más tarde, recuerdan con normalidad una infancia en la que convivían
en una sola vivienda dos familias, habitualmente con lazos de parentesco pero
no necesariamente. La operación urbanística se remató en un sector en absoluto
afectado por el incendio y los pescadores que residían desde hacía siglos en
los arrabales del este fueron también expulsados al nuevo poblado de pescadores de los arenales del oeste.
Esto tendrá que continuar. Como los procesos de
especulación/sufrimiento
No hay comentarios:
Publicar un comentario