La
semana pasada olvidé mi conmemoración particular del 11 de septiembre.
Durante mucho tiempo, exactamente desde que volví a Barcelona finalizado mi
servicio militar –era 1973- las protestas que ese año se habían organizado en
los alrededores de las Ramblas, por parte de una Assemblea de Catalunya que
empezaba a ser apoyada cívicamente, no sólo por los grupos antifranquistas más
duros y conspicuos, alcanzaba ya a sectores que nunca se habían manifestado
públicamente contra la dictadura, pues ese año, debido a la diferencia horaria
y a que yo tenía una jornada de trabajo continua que me permitía acudir a la
Universidad por la tarde, no me enteré hasta el atardecer de lo que estaba
ocurriendo en Chile en aquel mismo momento.
Todos
esos años, al menos hasta 2001, el 11 de septiembre chileno ocupaba un lugar
primordial en mi agenda de recuerdos del día. Incluso los tres o cuatro años en
que viví a escasos metros del monumento a Rafael de Casanovas. Eso no impidió
que estuviera en Sant Boi en 1976 y en el paseo de Gracia en 1977 y en muchas
otras ocasiones hasta 1986 en que regresé a mi tierra natal. En 1977, con dos
trozos de tela, blanco y rojo, cosidos en horizontal, y pidiendo a la vez la
autonomía para Cantabria. El pasado martes publiqué en la única red social en
la que tengo alguna actividad que, de haber seguido residiendo en Barcelona, me
hubiera ido a la playa y no a la manifestación.
Con
todo respeto, la reclamación de independencia me parece una huida hacia
adelante por parte de lo que hasta ahora se conocía en Cataluña como
nacionalismo moderado. Creo que entre los cientos de miles, quizá millones, que
durante decenios reclamamos la más amplia autonomía para el viejo Principado,
sería difícil encontrar una mayoría independentista. Es un fenómeno mucho más
nuevo que seguramente tiene mucha relación con la crisis y con las maneras de
gobernarla desde Madrid (aunque
no se hace de manera muy distinta desde Barcelona) y con la actividad reciente
de los separadores, tradicionalmente más fuertes que los separatistas.
Y
ahí hemos llegado. Ahora que el último estudio sociológico pone cifras a lo que
se venía respirando desde hace meses –los ciudadanos cada vez soportan peor a
sus políticos- por un lado, Esperanza Aguirre dimite – sólo deseo que no sea la
enfermedad que ha padecido la componente principal de su decisión- y por otro,
el nacionalismo catalán intenta desbordar al vasco. Bonito panorama para las
próximas semanas, como si no tuviéramos ya bastante con todo lo demás.
Con
casi una semana de retraso, y sin coincidir en nada desde el punto de vista
autobiográfico, recuerdo a Víctor Jara “(…) Mi padre fue peón de hacienda y yo
un revolucionario, mis hijos pusieron tiendas y mi nieto es funcionario (…)” En otro
sentido, distinto al de Juan, me considero sin tierra. No se que va a ser de
mi.
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